Los estudiantes de historia han de estar familiarizados con la discusión omnipresente, tanto en círculos académicos como en contextos cotidianos, sobre la relevancia de estudiar historia. Evidentemente, en la mayoría de las ocasiones la ‘historia’ a la que se hace referencia es a la compilación de conocimientos acerca del pasado que se configura amasa a partir de las inacabables lecturas de civilizaciones antiguas, de etapas históricas convenientemente definidas, de guerras y conquistas, de realidades políticas, económicas y sociales estancadas en el tiempo. La ‘historia’ a la que los historiadores se refieren en general es, sin embargo, a la disciplina histórica. En efecto, el historiador no sólo recopila conocimiento sobre el pasado, también lo procesa, lo analiza y le da un significado. En el proceso desarrolla habilidades críticas para comprender la extensión de sus propias afirmaciones, para asimilar el impacto que su metodología y herramientas conceptuales tienen sobre su labor investigativa, y para concretar en el corazón de su oficio un discurso acerca del pasado que, en el fondo, es un discurso sobre el presente y sobre el futuro. Por tanto, la historia es compleja porque el historiador es complejo; porque es la hija de un debate que ocurre al interior del historiador entre su conocimiento del pasado y su perspectiva histórica, subjetiva e informada no sólo por el saber sino también por la experiencia.
Por tanto, la historia es compleja porque el historiador es complejo; porque es la hija de un debate que ocurre al interior del historiador entre su conocimiento del pasado y su perspectiva histórica, subjetiva e informada no sólo por el saber sino también por la experiencia.
Así, el historiador e incluso el no-historiador abordan la naturaleza dicotómica de la historia como narrativa del pasado y como disciplina desde dos orillas distintas. Asumen, enclaustrados en su propia forma de pensamiento, que en realidad la historia como narrativa y la historia como disciplina son dos formas distintas de ver y hacer la Historia, alimentando un ambiente generalizado de confusión y olvidando que, en realidad, son rostros de la misma moneda. El diálogo entre el no-historiador y el historiador está, por lo tanto, condenado al fracaso desde el principio. Por lo general el no-historiador consulta al historiador sobre cuestiones relacionadas con el pasado, y espera recibir como respuesta un cuento corto de la humanidad, que le proporcione algo de contexto y de cultura general. A esto el historiador responde -en algunos casos con algo de irritación- que si le cuenta el cuento corto estaría traicionando su disciplina porque la historia es compleja, y porque obviar las complejidades, contenidas no sólo en el discurso histórico en calidad de análisis de dinámicas y procesos con sentido espacial y temporal sino también derivadas del proceso mismo de construcción del discurso, es una traición no solo a la historia per se, sino al trabajo metodológico que el historiador imprime al desarrollar sus conocimientos.
Pero, ¿qué ocurre en la práctica? Por lo general el historiador da una respuesta a la pregunta puntual del interlocutor, quien satisfecho pierde interés en cualquier cosa que esté por venir: un discurso en torno al contexto histórico, una disertación en torno a la historiografía o una reflexión en torno a las metodologías utilizadas para ‘construir’ o ‘reconstruir’ la historia. Al final de la discusión, si es que antes no ha sido interrumpida por algo mucho más interesante, como un chiste o un gol, el interlocutor y el historiador suelen quedar con un mal sabor de boca. El interlocutor puede estar aburrido porque a una pregunta simple, una respuesta simple; o confundido porque no entendió la relación entre su pregunta y Weber; o enojado porque no esperaba que su pregunta diera pie a un discurso sobre por qué el historiador sabe más de su identidad cultural y personal que él mismo; o simplemente desinteresado porque “hay que ser un ratón de biblioteca…”; o, en un caso quizá menos común, interesado, ávido de profundizar en la discusión.
Cinco desenlaces distintos que en el fondo encarnan cuatro desencuentros y tan sólo un encuentro entre el historiador y su interlocutor. Pero, ¿por qué la asimetría?, ¿por qué las posibilidades del desencuentro son mayores que las del encuentro?, ¿se hallará la explicación en un problema de comunicación, en un problema de lenguaje?, ¿o será que las disertaciones teóricas y el énfasis en la multiplicidad de la historia simplemente están condenados a caer en oídos sordos fuera del mundo académico? La respuesta, creo, se debe buscar primero en el historiador mismo, en la manera en que reacciona ante el encuentro y el desencuentro. Así que a continuación me permito reconstruir esas posibles reacciones con base en los cinco casos propuestos de una forma quizá muy caricaturesca para el gusto de algunos, pero que en el fondo narra vivencias y reflexiones personales ancladas en lo concreto que es la experiencia, y en este caso particular, la experiencia de un almuerzo futbolero.
Reyes añejos…
Imagínese usted que un historiador se encuentra en un almuerzo futbolero. A todos se les sirve una copa mientras los comensales, absorbidos por las eventualidades del partido, ríen, se abrazan, se quejan y, cómo no, pelean con el televisor. Entonces, de repente y sin el menor aviso, un vecino de sofá se voltea y le pide al historiador una explicación sobre un tema que lo ha venido atormentando desde la última vez que vio ¿Quien quiere ser millonario?.
-¿Usted estudia historia, cierto?
-Sí, cómo no.
– ¡Ah, pues qué conveniente! Mire, estuve viendo un programa de televisión hace unos días y justo en el momento en que iban a responder una pregunta de historia, ¡PUM!, se bajaron los tacos de luz. Así que me quedé con la duda. ¿Me podría, por favor, explicar qué es un ‘Bourbon’?
-¿Un qué, perdón?
– Un rey ‘Bourbon’, sí, eso era.
El historiador, entusiasmado por la pregunta, se dispone a responder pero no sin antes hacer hincapié en lo que al lector bien informado le ha de parecer un error cuando menos infantil. Los reyes Bourbon no existen. Los Borbones, sí. Entonces, esgrime sus argumentos, plantea sus respuestas, y en el proceso ocurre uno de los cinco casos ya propuestos: el interlocutor se ha aburrido, se ha confundido, se ha enojado, ha perdido interés o se ha dado cuenta de que le apasiona no sólo la historia, sino también los problemas históricos contenidos en el argumento del expositor.
Pues bien, el historiador, que no es indiferente a la reacción de su interlocutor, materializada en gestos faciales y corporales, o en comentarios complementarios, reacciona de acuerdo al contexto. Su reacción está contenida en lo que dice, tras percatarse del punto en el que se halla la conversación. Observemos primeramente el último caso, que es el más fácilmente abordable para nosotros como historiadores, en vista de que se puede lograr una mutua comprensión. Si el interlocutor está visiblemente interesado (se incorpora, toma nota, etc.), la reacción es veloz y precisa:
– ¡Que alguien me traiga una botella de vino! ¡Y bájenle volumen al televisor!…
En cualquiera de los otros casos, que son los desencuentros, la reacción consiste en un intento por apaciguar la reinante sensación de desencanto. Si el interlocutor se aburrió, nada como un cambio de tema abrupto para acabar con el silencio incómodo:
– ¡Súbanle el volumen al partido! Eh Ave María, ese tipo si juega muy bien…
Si se confundió, una pequeña consolación y una pizca de humor:
– Mire, no se angustie. Hablar de Weber no es hablar en mandarín (carcajada). Eso se lo explico otro día…. ¡Amarilla, juez!
Si se enojó, no hay nada mejor que sacar las credenciales para apaciguar la ira infundada:
– Pues mire, llevo estudiando esto como dos años y medio (por no decir cinco semestres, pues en años es más grandilocuente) y le aseguro que… ¡Espere, no se vaya!… Uy, fea esa falta…
Y en el último caso, el que a mi parecer es el más complejo porque el interlocutor desinteresado suele cambiar ágilmente de actividad y el historiador se queda sólo con sus pensamientos y sensaciones inconclusas, la consecuente reacción no puede ser otra más que el inicio de un monólogo mental, deporte oficial de los científicos sociales:
– Si estudio historia para que me pregunten qué es un ‘Bourbon’ y por qué el rey Felipe es un ‘Bourbon’, ¿para qué la estudio? Me basta con abrir un librillo turístico y con ello puedo saciar la curiosidad de los que me hacen preguntas. Ah, pero claro, estudio historia porque sin el título de historiador no me creerían. Pero igual se fue mi tío, entonces ni con el título me cree. ¿Quién me cree?…
En fin. Cuando el desencuentro asoma su rostro en una conversación, sólo queda la soledad. Y en su soledad, el historiador busca confirmar el horror: en realidad el interés por las complejidades es más una adicción que un interés. Quizá un poco de humor interno atenúe la sensación de abandono – piensa el historiador. Y dice:
– Tío, ¿me traes un Borbón?
– Espere joven, ya le mando la botella…
La empatía, el fin del desencuentro y los problemas que necesitan solución
Sin embargo, la consecuencia final del muy común desencuentro entre un historiador y sus interlocutores no es otra distinta al tan romantizado ‘retorno a casa’. Ante los oídos impasibles del mundo cotidiano, lo más natural es retornar al seno del alma mater, a la academia, a la facultad, a los libros. El historiador se aísla porque siente, y no erróneamente, que su forma de pensar no tiene cabida en un ámbito amplio de discusiones cotidianas e incluso de discusiones académicas; esto, a pesar de ser plenamente consciente de la relevancia de su disciplina en el contexto académico y cotidiano. Yo abogaría por la siguiente filosofía: a preguntas concretas, respuestas concretas, pero respuestas que inviten al interlocutor a querer saber más.
Pero en el fondo el historiador es el agente de su propio aislamiento. La responsabilidad de superar el desencuentro no recae sobre quien plantea la pregunta, sino sobre quien la responde. En ese sentido, la pertinencia de la información que circula en el ámbito de cualquier conversación no sólo está dada por el contenido de las ideas y el sentido de las palabras, sino también por la forma en la que se expresan y se articulan esas ideas y esas palabras. En efecto, creo que el problema es más de comunicación que de lenguaje. Los significados y las complejidades se pueden convenir siempre y cuando la claridad y, por supuesto, la empatía, sean la base sobre la que se desea iniciar y mantener una conversación.
Permítaseme hacer hincapié en la idea de empatía. Como los historiadores sabemos de sobra, no son muchos los que están familiarizados con las vicisitudes conceptuales de la disciplina. Tampoco son mayoría los que reconocen la Historia como una construcción, una reconstrucción o un discurso. Reconocer este hecho y aprender a sortear las dificultades comunicativas que de este se derivan nos puede abrir muchas puertas. Yo abogaría por la siguiente filosofía: a preguntas concretas, respuestas concretas, pero respuestas que inviten al interlocutor a querer saber más. El objetivo inicial de todo esfuerzo por evitar el desencuentro ha de ser el de crear interés, porque cuando se crea interés, se toma adquiere relevancia. Y de esa forma, escapamos al uso odioso de argumentos de autoridad, o al enclaustramiento mental de monólogos llenos de autocomplacencia.
Nótese que, sin embargo, esto no es un llamado a la “humildad intelectual”. Creo que no hay nada peor en la academia que un intelectual que deja de decir lo que piensa porque cree que hay que pensar como los otros piensan para hablar/comunicar como los otros hablan/comunican. Este es un tipo incorrecto de empatía. La empatía que defiendo es, en cambio, el producto de la reflexión, de la inquietud propia por explorar formas de crear interés y, en un sentido más profundo, de justificar la pertinencia de la historia. Porque, convengamos, lo necesario para superar el desencuentro no es hablar como los otros hablan, sino hacer que los demás quieran escucharme. Sentido por el cual este artículo es un ejercicio de introspección y reflexión, y no de juicio. Es un llamado a dejar de lado la incomodidad del desencuentro y ver en la amplia gama de reacciones que despierta nuestra disciplina, oportunidades y no obstáculos.
El historiador se aísla porque siente, y no erróneamente, que su forma de pensar no tiene cabida en un ámbito amplio de discusiones cotidianas e incluso de discusiones académicas; esto, a pesar de ser plenamente consciente de la relevancia de su disciplina en el contexto académico y cotidiano. Pero en el fondo el historiador es el agente de su propio aislamiento.
Para hacerlo se deben abordar cuestiones concernientes a la identidad de la disciplina histórica, que poca cabida tienen en las discusiones académicas que entablamos día a día. Antes que nada, es hora de abordar con mucho mayor énfasis la discusión con relación a la historia divulgativa y a la historia disciplinaria. Es necesario descubrir las virtudes y debilidades de lo que, a mi parecer, son dos caras de la misma moneda y no dos veredas separadas por un mar de confusión conceptual. Esta discusión gira en torno a cuestiones más amplias: la función social del historiador, la capacidad comunicativa de la historia, y el diálogo interdisciplinar. También entorno a una cuestión particular: ¿cómo asegurarle a las discusiones historiográficas un papel más protagónico en las discusiones cotidianas y académicas? E incluso en torno a cuestiones coyunturales altamente relevantes: ¿Cómo mejorar las capacidades comunicativas de los historiadores en un contexto donde las tecnologías de la comunicación favorecen el discurso sucinto y preciso, el diálogo concreto y la comunicación veloz? Lo que nos conduce a considerar que ésta es también una discusión en torno a las metodologías de la exposición de la historia. Y este artículo es un llamado a la innovación. Pero a la innovación personal en primera instancia, y luego a la innovación disciplinar, porque antes que nada el historiador debe encontrar no sólo un campo de acción sino también un propósito. Y el propósito no está implícito en la disciplina.
Con suerte, superar el desencanto del desencuentro le dará al historiador mayores perspectivas de diálogo y acción, y también nuevos propósitos. Seguramente, superar este desencanto será clave para que la disciplina histórica no se anquilose y no se rezague con respecto al avance de otras disciplinas, que día a día mejoran sus métodos y sus habilidades comunicativas. Espero ver una oportunidad y no un obstáculo la próxima vez que escuche a alguien decir «Le pregunté a un historiador qué era un rey ’Bourbon’ y me dio cátedra…».
FECHA DE ACEPTACIÓN: 25 de Junio de 2016