¿Qué es Historia? Mil frases pueden decirse para definirla y otras miles ya han sido dichas. No hablaré propiamente de la disciplina histórica, ni de la narrativa. Tampoco atiborraré estas palabras de auctoritas que respalden mi planteamiento, aunque deba reconocer que estoy sumamente influenciado por los decires de gigantes sobre cuyos hombros se puede ver más lejos, como ya señalaba Bernardo de Chartres. Mi prescindible respuesta a la cuestión planteada es la siguiente: historia es ‘cultura que está siendo – sociedad que está actuando’. En torno a esto vale la pena reflexionar, puesto que pocos se aventuran a pensar la ontología de la historia: la pregunta por el “ser de la historia”. Damos por hecho que es un relato del pasado de los seres humanos, pero no cuestionamos lo subyacente. La definición que ofrezco, en contraste, nos permite entender cómo la historia, en tanto lugar en donde la cultura está siendo y en donde la sociedad está actuando, es la gran síntesis y el eje estructurante de los saberes y de la experiencia de las sociedades.

Enfatizo en el doble carácter de la historia: cultura y sociedad; así como en las formas impersonales de los verbos “ser” y “actuar”: “siendo” y “actuando”, que apelan a los problemas de la existencia y de la acción. El gerundio nos permite pensar en términos de sucesos que se prolongan en la continuidad del tiempo y que existen en él: la historia también es una construcción histórica. Aunque parezca redundante tal afirmación, implica que la historia sucede y muta en el tiempo objetivo y en la experiencia subjetiva de los humanos. Sin embargo, el tiempo no es la única dimensión en la que la historia se desenvuelve; decimos que la cultura y la sociedad, en abstracto, ejecutan dos acciones: ser y actuar, que requieren de sujetos concretos que las realicen, así como de un lugar de realización. Es importante recordar que el verbo “estar”, presente en la cultura que está siendo, y en la sociedad que está actuando, se refiere a la localización espacio-temporal. De tal forma, comprendemos que el espacio (y su materialidad) es la otra dimensión de desenvolvimiento de la historia. Por eso la geografía es, quizá, su primer aliada.

No supongamos que la historia es una rueda ultramundana que gira por sí misma o por agencia divina. Más bien es un conjunto de múltiples ruedas que se mueven en direcciones distintas, enlazadas por cuerdas tensionadas y empujadas por sujetos diversos. En este punto adquiere relevancia el sustantivo “sociedad”, pues la historia la hacen las sociedades, o mejor dicho, la gente. La historia es una construcción social y las construcciones tienen, desde luego, constructores. Eso quiere decir que los agentes de la historia son las personas: éstas, en sus relaciones e interacciones, estructuran y conforman las sociedades.

El problema subrepticio dado en la previa reflexión es el de la agencia: ¿quiénes son los que subliman su energía material y espiritual para, a partir de sus acciones, transformar el espacio y el tiempo? Son las personas. Por eso la historia es ‘sociedad que está actuando’: la historia son las vivencias, prácticas, experiencias, actos, usos y ejercicios de las personas en concreto, de carne y hueso. Los sujetos son los agentes principales de la historia, los empoderados de ella: el verbo “actuar” encubre el problema del cambio histórico y asimismo el del ejercicio del poder. Las personas que actúan en este sentido son capaces de transformar y de innovar en el espacio-tiempo, o de preservar y mantener las formas sociales existentes. La agencia es el fundamento de la política: ‘la gente que está actuando’ expresa el desenvolvimiento político de la existencia en sociedad. La historia de la gente que está actuando es la historia de los sujetos que transforman su presente o que, por lo contrario, se niegan a su transformación: la historia en sí trae implícito el acto de ser sujetos políticos, el verbo “poder” como capacidad y el sustantivo “poder” como potencialidad. Cuestionar la realidad de lo existente es sumergirse en el peligroso mundo del delirio.

‘Sociedad que está actuando’ sintetiza la idea de gente interrelacionada que transforma su vivencia en el tiempo y que participa de la construcción de nuevos mundos, deseables o indeseables, a través de sus acciones. Seres empoderados hacen el cambio histórico o lo resisten, mientras que seres impasibles se despreocupan o se someten. En su acción yace la idea de que los sujetos son soberanos de su destino. Son esos sujetos quienes viven, sobreviven, subsisten y persisten, los que transforman la naturaleza en cultura. La manutención y distribución de la materialidad, la economía, es entonces parte de la totalidad que entendemos como historia.

La política es otro de los componentes de este aprieto. El actuar político de los sujetos, que es su determinación para cambiar la historia, está ligado al uso y abuso concreto de cuerpos, mentes e incluso almas (estrechamente ligadas entre sí). La condición fundamental para este accionar político es la misma vida consciente: somos seres humanos políticos cuando existimos aquí y notamos que existimos. La política es, entonces, un asunto estrechamente ligado al problema de lo existente, porque para actuar hay que existir y para existir hay que actuar: la sociedad y los sujetos, para actuar, deben existir, y evidentemente existen.

Cuestionar la realidad de lo existente es sumergirse en el peligroso mundo del delirio. Lo existente es lo que “es”. La sociedad desde luego “es” (existe), pero hay que diferenciar el mero existir del verdadero existir. Al árbol amazónico que se cayó por un trueno nadie lo vio caer, pero cayó, meramente existió su caída. En cambio, si su caída significó la muerte de dos o tres sujetos, vista por otros sujetos entristecidos, el hecho verdaderamente sucedió, porque adquirió algún sentido dentro de la interacción social. La clave interpretativa detrás del problema reposa en el fenómeno de la significación de los hechos. Aquello interpretado es aquello verdaderamente existente.

Dicho lo anterior, ‘Cultura que está siendo’ apela a aquello que permite ser verdaderamente a la cultura: la significación o sentido de los hechos. Así como la sociedad existe, la cultura es aquello que permite que la sociedad exista verdaderamente. Cultura no es ir a ver a la filarmónica en un teatro de bellas artes, ni leer juiciosamente a Borges y a Vallejo. La cultura es el entramado simbólico y estructural que permite a los sujetos darle sentido al mundo: inclusive, puede ampliarse el horizonte de lo cultural teniendo en cuenta que ese entramado sólo adquiere realidad mediante usos y prácticas. La sociedad y la cultura son dos conceptos indisociables. ‘Cultura que está siendo’ evidencia justamente como ésta existe, pero no como un inmutable verbo en presente, sino como un proceso continuo. La cultura está siendo, es decir, varía históricamente en el espacio-tiempo, y es construida socialmente. Los sujetos hacen cultura al intentar significar el mundo y las acciones sociales a través del lenguaje. Si la sociedad actúa porque ejerce acciones y prácticas, la cultura está siendo porque permite darle sentido a esas mismas acciones y prácticas.

No obstante, el escenario de la significación del mundo, es decir, la cultura, no se asemeja al del liberal contractualismo, en el que los sujetos muy amorosamente llegaron a los consensos mínimos para bien vivir en sociedad. La cultura es, por el contrario, el escenario de disputas simbólicas. Si las acciones de los sujetos de carne y hueso transforman la historia, y si a través de estas, los sujetos se someten o se convencen entre sí, es porque estas acciones son a la vez culturales, tienen sentidos diversos y a través de su interpretación y sus usos ejercen el poder. El lenguaje, primera expresión perceptible de la cultura, es entonces un arma para el ejercicio del poder, y por consiguiente, para la transformación de la historia. El lenguaje es el potencial de comunicación, que es el canal fundamental a través del cual los sujetos se relacionan entre sí. Si decíamos que la sociedad es el maremágnum de la interacción social, el lenguaje es el vehículo vivo y activo de la misma. La praxis del lenguaje es la comunicación, es decir que la enunciación de lo cultural, lo discursivo, es también una acción en sí, una práctica. Aquello que es dicho o comunicado puede cambiar la historia pues tiene un potencial performativo: esta goza de una cierta agencia tan pronto es ejercida por los sujetos.

De tal forma, sociedad y cultura traen implícitas el problema de la política y del lenguaje. En su conjunción se entiende la importancia de la violencia simbólica y física como ejercicios de poder. A veces pienso, sin mayor claridad, que la violencia es un ejercicio social que se da inevitablemente, puesto que el fenómeno de la distinción social parece trazar irremediablemente barreras cada vez más gruesas, desde las que se inferioriza al diferente, hasta normalizarlo y perpetuar la diferencia. Lo anterior en detrimento de un mutuo reconocimiento de la diversidad, la alteridad y la paridad.

Parece entonces que hacer historia es un ejercicio de recomposición del sentido de la realidad, no sólo pasada, sino también presente. Una realidad en la que las acciones de los sujetos están cargadas de sentido y cuyas motivaciones y efectos transforman las vidas concretas de los mismos sujetos, sujetándolos (dominándolos) y subjetivándolos (constituyéndolos) de distintas maneras. Comprender la historia es pintar simultáneamente la experiencia impresionista del sentido, la arquitectura neoclásica de lo estructural en la sociedad y la cultura, los banquetes manieristas de los que concentran el poder y la verdad, y desde luego el dolor barroco de los millones de cristos de carne y hueso que padecen del ejercicio sádico del poder violento sobre sus cuerpos y mentes.

Por lo anterior, la historia es un saber digno de elogio: ofrece la síntesis de toda experiencia humana en el espacio-tiempo. En la historia yace la promesa, irresuelta e irresoluble, de alcanzar una plenitud comprehensiva de la existencia en sociedad. Los seres humanos, en algunas culturas y en tanto sujetos históricos, han gozado de una agencia, consciencia y pericia tal que les ha posibilitado verse en el espejo agrietado pero apasionante de la historia. Sin espejos, sin un marco comprehensivo de adquisición de conciencia de sí y de una idea de nosotros frente los otros (de identidad y alteridad), la existencia en sociedad no tendría sentido. En la historia yace la promesa, irresuelta e irresoluble, de alcanzar una plenitud comprehensiva de la existencia en sociedad.

La historia es la vida, es justamente lo que “somos en acto”. No obstante, el elogio romántico termina arrojándonos a marañas posmodernas, a un mundo de irracionalidades reacias a adquirir sentido, de estéticas del irreconocimiento del otro y de sí, de crisis anómicas en las que renunciamos al “ser en común” en pos del dios Ego, señor también de la modernidad capitalista. Es por eso que el propósito de este elogio, que más que romántico pretende ser exhortatorio, es reconocer que lo loable de la historia está, en cambio, en reconocer lo concreto y lo mundano de la totalidad de lo real, y abstraerlo para comprender la realidad, interpretarnos y dar sentido a nuestro lugar presente en el mundo. Es también hacer del historiador un amante del conocimiento de lo realmente importante, que es lo que la gente ha hecho y ha pensado; y un agente de los cambios pertinentes, que es lo que podemos hacer con y para la gente.

Hay que comprender lo que se elogia; de otra forma, se trataría de una mera adulación. El historiador debe conceptualizar su objeto de estudio: la historia. Debe reconocer en ella el saber aglutinante de la totalidad de lo humanamente existente, de lo dinámico y de lo aparentemente perenne, de las formas en que los seres humanos son en sí mismos y en comunidad. Por eso, todo saber histórico debe ser considerado “historia social”, porque su estudio es sobre la gente real, diversa y concreta. La historia es la destrucción de la eternidad: nada surge de la nada y nada dura para siempre. La historia critica y emancipa, porque contribuye a desnaturalizar la supuesta natural dominación y a darle a ésta un lugar en el tiempo secular de los hombres y mujeres. El saber histórico, en tanto discurso enunciado, tiene algo de poder para transformar el curso de la historia o para respaldar la permanencia del estado de cosas.

La praxis de la historia es también, paradójicamente, la del olvido selectivo. Quienes olvidan su lugar en la historia se resignan a la pasividad de que sean otros quienes decidan su propio futuro. Todos actúan en la historia, todos deben hallar lugar en la narración de la misma. En la historia se construye la identidad, la alteridad y la subjetividad: en ella yace la posibilidad de imaginar un nuevo mundo posible para bien vivir con el otro, pues la utopía es el anverso de la narrativa histórica. La imaginación y la ficción son espacios de libertad, de acción innovadora y performativa, de hacer del futuro historia. Ésta es también el espacio de lo onírico, del reconocimiento de lo soñado y de lo odiado. El saber histórico debe considerar que el pasado sí existe, porque así sea construido socialmente, esa construcción es real: la sociedad es real. La duda de la realidad es el placebo distractor del conservador por omisión. El saber histórico no puede dudar de la materialidad, debe partir de este axioma: el posmoderno radical que no desayuna, siente hambre, no sólo se la imagina o inventa.

El saber histórico, en tanto discurso de conocimiento, explora e intenta dar cuenta de una verdad: la rigurosa historia, la que no es ni cosmética ni mera satisfacción morbosa por ir al pasado, es la que es capaz de decirle la verdad al poder. Decirle al poder nuestra verdad, que no es eterna sino histórica, es abrir las puertas a la sociedad para que comprenda la contradictoria caja de Pandora en la que habitamos. Como he insistido en varias ocasiones, si la historia es dinámica y mundana, el saber histórico debe sernos útil para reconocer que, en la mundanidad, no todo ha sido siempre como lo es hoy y no todo debe ser por siempre tal y como lo es ahora. Por todo lo anterior, el elogio de la historia consiste en admirar la agencia humana en el espacio-tiempo como eje de la existencia en sociedad: la historia es el espacio de lo real y de lo soñado, e interpretarla es atreverse a contemplar nuevos pasados para inspirarse a luchar por nuevos futuros, un esfuerzo sin duda loable.