A veces se dice entre historiadores que la disciplina no tiene función educativa o moral alguna, como tampoco una función de reflexión sobre las condiciones políticas presentes. Sostengo, no obstante, una postura contraria: que la disciplina sí tiene un imperativo de comprensión sobre cómo aquello que vivimos en el presente no siempre fue así, y que por lo tanto, no tiene por qué seguir siendo siempre así. Con este propósito en mente, observar hacia el pasado nos permite rastrear cómo se constituye nuestra cultura y reconocer al “otro” del pasado en sus particularidades. Además, nos ofrece la vía para cambiar el futuro a partir de la transformación de lo que se ha pensado sobre el pasado. Esto indica que, en esencia, la historia es un ejercicio político de interpretación crítica del pasado. Permítaseme entonces hacer un ejercicio comparativo, quizá ahistórico por la “odiosa” comparación entre el presente colombiano y el pasado medieval.
Dado un contexto de polarización política y apasionamientos enceguecidos, en los que la argumentación pierde cabida usualmente (porque los debates políticos han adquirido el tono de enfrentamiento de verdades innegociables), puede ser pertinente una reflexión histórica sobre la herejía del medioevo. Colombia, cuya cultura fue influenciada ciertamente por el cristianismo colonial, se desarrolló como una sociedad en la que la diferencia de ser o pensar tiene dos claros destinos: inferiorización o erradicación. Ser un “otro” frente a la hegemonía, es decir, estar enajenado frente a lo considerado en términos generales como verdadero y adecuado, ha contribuido a las radicalizaciones políticas. En tales circunstancias, la vida social se ve reducida a querellas de lamentaciones, propuestas de secesión y de ruptura, y desde luego, a problemas irresueltos en los que se hace manifiesta la angustia de una sociedad que aguanta hambre, humo, sed, sangre, plomo, filos de metal y exclusión.
Es similar, guardando las virtudes de las mismas diferencias, la situación vivida por multitudes estigmatizadas por herejía en el medioevo, que fueron sometidas a la hoguera por el poder civil, siguiendo, en muchos casos, acusaciones inconexas con la vida terrenal e imputadas por la golosa institución eclesial.
Haeresis es la palabra griega que hace referencia a la escogencia voluntaria de caminos fuera de un dogma, y que daría lugar al concepto de herejía. Tan pronto el cristianismo primitivo se implantó en las sociedades mediterráneas, en sus recepciones se complejizó y particularizó: la recepción del cristianismo en el norte de África fue distinta a la que tuvo en Constantinopla o en Roma. Cuando se legalizó y oficializó el culto cristiano, comenzó toda una serie de debates en torno a la naturaleza del culto, la posibilidad de pensar a Cristo como Dios y hombre al tiempo, a María como virgen, etc. Tales disputas impusieron un canon de principios, quizá arbitrario, aunque aparentemente guiado por la razón y la inspiración divina, bajo el cual podría ordenarse el exterminio o la conversión de los “diferentes”. A estas peroratas se les ha denominado popularmente como “discusiones bizantinas”, entendiéndolas como tertulias largas e infructuosas. Estas validaron el uso de la violencia, fundamentadas en la interpretación agustiniana de la parábola del compelle intrare, “obligadlos a entrar [a nuestra fe]”1.
Bajo esa consigna, la querella teológica, soportada en intereses políticos, se consumó en las prácticas concretas de expulsión, conversión y exterminio de herejes. Para el siglo IV, el imperio de occidente se había disuelto y mezclado con los pueblos germánicos, que a su vez se convirtieron al dogma triunfante en las discusiones sobre quiénes eran los herejes. Tal parece que los nuevos habitantes no se involucraban en intensas polémicas por tales discusiones, así que el núcleo de las querellas fue la Roma oriental. Los bizantinos discutían sobre la veneración de representaciones de Cristo, la Virgen y los santos. Lo que empezó en querella terminó en una guerra civil de tal magnitud que los intelectuales tuvieron que ingeniar nuevas formas de entender la relación entre los íconos y los devotos. Los iconoclastas, quienes se oponían a la adoración o culto a las imágenes, fueron entonces silenciados y tachados de herejes.
Pensar la herejía nos permite reflexionar el lugar social de “las verdades”, y entender que la posesión o creencia en alguna verdad, condiciona las relaciones políticas en un contexto determinado.
Retomemos al maestro Gramsci: en Colombia, los cánones han sido establecidos generalmente por quienes detentan el poder cultural, político y económico. Estos establecen verdades hegemónicas y las reiteran lo suficiente para que la gente termine creyéndolas. Sin embargo, no pensemos que lo popular es pasivo y borreguil; por contraste, hemos visto las mayores reacciones críticas a los proyectos hegemónicos en los sectores populares. La “verdad canónica” pareciera ser monopolio de los poderes hegemónicos, que actúan como si fuesen padres de la Iglesia, y deciden qué se excluye y cataloga como herético. Si los sectores populares no detentan mayor poder que el de su accionar crítico, sus verdades parecen anquilosadas, heréticas. De allí que lo popular no sea propiamente lo pobre. Lo popular, en cambio, termina siendo la mezcla entre herejes que no detentan las verdades hegemónicas, y repetidores que no detentan crítica, y propagan esas verdades. Así pues, pensar la herejía nos permite reflexionar el lugar social de “las verdades”, y entender que la posesión o creencia en alguna verdad, condiciona las relaciones políticas en un contexto determinado.
Antes de continuar, cabe resaltar que el medioevo nos da luces de un fenómeno interesante. Fijémonos que hubo quienes murieron proclamando la pobreza de Cristo (siguiendo la enseñanza franciscana). Esas discusiones, aparentemente elevadas, nos hablan de elementos sociales (más allá de la teología), de la vida concreta de sujetos de carne y hueso. Tras las cruzadas, el cristianismo latino encuentra que su enemigo yace adentro, cual estado latinoamericano en los sesenta señalando que la insurgencia comunista era el enemigo interno que debía ser erradicado. La insurgencia del cristianismo, por su parte, desafiaba el canon “verdadero” de la fe y no peleaba por dioses transmundanos, pues para qué hacerlo si los adeptos podían vivir de forma caritativa y humilde para garantizarse la salvación. Las insurgencias herejes de la baja edad media luchaban en algunos casos contra una Iglesia cuyo poder era excesivo y cuya pompa, lujos, vitrales coloridos y arcas plenas de metales preciosos, contrastaban con las multitudes harapientas, leprosas, enfermas y extremadamente pobres, que deambulaban por la cristiandad.
Tengamos en cuenta que los poderosos imponen su verdad, aquella que los mantiene. La Iglesia señaló a sus nuevos enemigos: cátaros, joaquinistas, dolcinistas, fraticelli, etc., y lidió una guerra abierta contra estos, nominándolos herejes; rótulo que legitimaba su insurrección. El papado estableció la Inquisición, y en tribunales civiles, bajo autorización ecleciástica, se sentenció a muerte a un gran número de sujetos. Las élites cristianas masacraron personas moribundas, acabando así con algunos como Menocchio, el molinero de El Queso y los Gusanos2. Observemos que lo popular carga con los lastres de diversas violencias: algunos de estos grupos heréticos eran radicales que en medio del hambre y las disputas espirituales ante el temor del advenimiento del anticristo, asumían las armas. Empuñaban ellos como estandarte la reflexión intelectual sobre la pobreza de Cristo, sosteniendo retóricas inconmensurables, que por trivialidades desembocaban en violencia. Esto demuestra cómo los gérmenes de inconformidad que luego darían luz a la Reforma Protestante se desarrollaban desde varios siglos atrás.
Si en Colombia ha habido una guerra fratricida e intestina es porque la lógica del pensamiento político que se ha adoptado es similar. Políticos y empresarios plantean discursos ideales sobre cómo ser y cómo pensar. La gente puede o no acoplarse. Quien se acopla vive “feliz” en el país “más feliz” del mundo, pues comprendió que en este la salvación civil es individual: que cada quien verá como rema para escapar de la vorágine. Esa realidad es también la de quienes no se acoplaron a la verdad hegemónica. Si al hereje lo tachaban como tal, probablemente sería condenado a la irracionalidad de ser un loco pecador. Si al guerrillero, como “hereje” de nuestro tiempo, lo tachan hoy en día de terrorista, éste, quien quizá en otro momento no soportó la verdad hegemónica de que sólo comen bien unos pocos, se alzará en armas y será calificado como un loco irracional y un pecador frente a la moral virtuosa de la que gozan los poderosos por derecho propio. Si al homosexual lo tachan de antinatural, de cosa patológica, cada expresión que enuncie será tomada como una lamentación agónica de alguien que exige desde la locura y el trastorno carnal. Lo mismo pasa con los “mamertos”, y en general, con los “diferentes”. Ser distinto, entonces, implica ser portador de otras verdades, casi inaceptables.
El problema radica en que el distinto, el “otro”, el hereje de nuestro tiempo puede perder los caminos de la expresión pacífica. Los guerrilleros de las FARC recurrieron a las armas, hijos de las quimeras y angustias de su época, pero agónicos, se sumergieron en la excitación de la violencia y no consiguieron más que reforzar la verdad de los poderosos. Como dulcinistas y fraticelli, quemaron las catedrales del siglo XXI, que son las refinerías, y con ellas, secuestraron y asesinaron a los guardas suizos y abades benedictinos de nuestro contexto: la fuerza pública y sus élites económicas y políticas. Los diversos actores de estas historias cruzadas, herejes, uribistas, guerrilleros, iglesia y harapientos, entre otros, dieron lugar así, en ambas historias, a una situación caótica y de latente peligro. La solución visible era el fuego. Hoguera medieval o plomo de Kalashnikov y de rifles norteamericanos, brindados por el redentor del Norte. Los herejes, asumieron con orgullo sus herejías y justificaron sus violencias, que fueron absolutamente fútiles.
El problema radica en que el distinto, el “otro”, el hereje de nuestro tiempo puede perder los caminos de la expresión pacífica.
Guerrilleros del siglo XX y XXI colombiano y herejes del siglo XII al XIV en la Europa latina tienen en común ese elemento de éxtasis de la guerra. Iglesia medieval y Estado colombiano (junto a sus aliados empresarios, aquellos que tienen puestos en el gobierno cruzando puertas giratorias), comparten también el frenesí de recomponer su legitimidad a costa de mantener sucios los harapos de quienes viven miserablemente. Considero que no se debe justificar la acción violenta desde las teorías: ni el hereje debiera matar porque Cristo fuese pobre, ni el guerrillero porque el mundo sea injusto. Lo triste es que ni la querella retórica, ni la agonía famélica conducida en términos de violencia, solucionó los problemas concretos de la gente de la Europa de la baja edad media. No hubo diálogo y lo más similar a esto fueron las declaratorias en los juicios inquisitoriales. Regocijábanse los inquisidores, tal como decía el maestro Umberto Eco en el Nombre de la Rosa3, al oír que bajo tortura el sentenciado exclamaba su lealtad a causas heréticas, puesto que la “purificación” en el fuego sería el único camino para redimirse. Ahora, en Colombia los inquisidores son otros. Propugnan la Paz sin impunidad. Refunfuñan sobre el diálogo. Conducen a los que consideran diferentes a la hoguera. Creen que el fuego de la justicia tradicional y parcializada o el de los helicópteros militares purificará sus propios odios y dolores. Continúan insistiendo en la herejía de los que no son como ellos.
Claro, nunca serán perfectamente comparables las dos situaciones, pues los contextos son otros, pero el accionar político es semejante. Ser hereje es pronunciar “la verdad propia” frente a quienes detentan el poder. La disciplina histórica tiene mucho de herética, puesto que explicar críticamente la realidad, implica reconocer la existencia del poder y de las verdades, e incluso explicitar posturas. Yo sólo sueño con una sociedad en la que no apelemos a matarnos a balazos y en la que los diálogos no sean querellas irresolubles. Una sociedad en la que la tolerancia, entendida como el respeto y la aceptación de la diferencia (no como un mero soportar), como un verdadero reconocimiento del “otro”, supere a la exclusión. Una sociedad en la que además reconozcamos nuestros problemas concretos: el hambre y la exclusión siguen existiendo. Por las razones expuestas, la disciplina histórica se enfrenta a una gran responsabilidad, que consiste en seguir discutiendo la realidad presente, matizando y sintetizando, comparando y permitiendo imaginar nuevas realidades y mundos posibles.
FECHA DE ACEPTACIÓN: 25 de Junio de 2016
- Agustín de Hipona, Lope Cillerelo trad. Carta 93: Controversia donatista. (Hipona: 407-408), http://www.augustinus.it/spagnolo/lettere/lettera_094_testo.htm (consultado el 4 de febrero de 2016) ↩
- Ginzburg, Carlo. El Queso y los gusanos: El cosmos según un molinero del Siglo XVI. Barcelona: Ediciones Península, 2008. ↩
- Eco, Umberto. El Nombre de la Rosa. Bogotá: Random House Mondadori – Debolsillo, 2013. ↩