En la lógica de la paz que se ha promovido durante las negociaciones con las FARC en La Habana, ligada a una idea de vivir en un país “sin conflictos”, se ha hecho énfasis en que las víctimas no deben ser olvidadas, como ha sucedido en ocasiones anteriores. Hasta aquí, parece que hay un consenso entre los escépticos y los creyentes. Pues de una u otra forma, más allá de que algunos exclamen justicia punitiva a los victimarios, o beneficios económicos o simbólicos –por ejemplo, monumentos–, en torno a la verdad y la reparación de las víctimas, pareciera que la discusión ligada a la construcción de memoria histórica ya estuviera resuelta. Como diría más de uno: “dénle plata, castiguen a sus asesinos o hagan museos y monumentos, que con eso basta”. Paradójicamente, hasta ahora no se han asignado recursos para la etapa posterior al acuerdo. Hasta ahora se creó un ministerio, cuyo trabajo consiste en la estructuración e implementación de las políticas de los acuerdos con las FARC., pero aún no se han responsabilizado a los infractores individuales. Adicionalmente, los colombianos en general no vamos a los museos: a duras penas vamos cuando nos toca hacer un informe sobre los Guerreros de Terracota o sobre una exhibición especial del Museo Nacional.
Como diría más de uno: “dénle plata, castiguen a sus asesinos o hagan museos y monumentos, que con eso basta”
Lo más ingenuo de todo es creer que porque un punto de los acuerdos está enfocado en las víctimas, este problema de la memoria ya queda en un segundo plano. Adicionalmente, es también ingenuo creer que nuestra función como ciudadanos en torno a este proceso constructivo, se limita a pagar una boleta para entrar al Museo de la Memoria, y con eso ya “hemos contribuido” a la paz. Por lo tanto, quisiera poner en discusión esta postura y señalar algunas complejidades que existen en el proceso de construcción de memoria histórica en Colombia. Algunas de ellas vienen de antes de las negociaciones; otras se harán visibles en esta nueva etapa. De antemano, quiero decir que este juego de la memoria, como bien lo señala León Gieco en su canción de La memoria, es una ruleta en la que no hay resultados certeros, pero en la que nos jugamos parte de nuestra vida y de la historia. Ante la incertidumbre, ¿no es mejor actuar que ser pasivo frente al juego de la memoria?
El primer dilema que quiero plantear en torno a esta discusión está ligado al concepto mismo de memoria. Uno de los problemas que se ha visto desde iniciaron los diálogos en Cuba es que se pretende, tanto por el lado del Gobierno como por el de los guerrilleros, eliminar de nuestra jerga la palabra ‘conflicto’. Ahora, solo se hablará de paz. Pero esto es problemático. De manera implícita, el ejercicio de recordar lo que queremos y olvidar lo que no queremos, ya implica unas tensiones frente a las condiciones sociales en las que vivimos y otras frente a las personas con quienes nos relacionamos; y en últimas, implica imponer la versión de la sociedad colombiana en la opinión pública. He allí la paradoja: en una sociedad en donde se friccionan los discursos y las narrativas, se configura un campo de disputa en torno a la imposición de unos ideales hegemónicos.
Por eso, antes de caer en el abismo de creer que la ‘paz’ será el Edén en donde las víctimas perpetúen su memoria, es importante reflexionar y reconocer los campos grises en dichas distinciones entre buenos y malos o víctimas y victimarios. La pugna por quién será victorioso en este campo de la memoria histórica será constante y por tanto, el reto que tenemos en el sentido práctico de este concepto será pensar en articular desde nuestras experiencias puntos de encuentro entre los múltiples relatos.
Por eso, antes de caer en el abismo de creer que la ‘paz’ será el Edén en donde las víctimas perpetúen su memoria, es importante reflexionar y reconocer los campos grises en dichas distinciones entre buenos y malos o víctimas y victimarios.
Un segundo cuestionamiento: ¿qué tan factible es iniciar de cero, cuando ya el ejercicio de construcción de memoria histórica ha empezado y lleva una suma considerable de problemas? Nuevamente, y retomando el paradigma de La Habana, ligado a la construcción de memoria sobre las víctimas y los distintos actores del conflicto, ¿qué tan sensato es formular juicios de valor –algo cotidiano que día a día hacemos- cuando ni siquiera se entienden los orígenes del conflicto armado en Colombia?. Por un lado, en más facultades y departamentos de ciencias sociales de las distintas universidades del país, el tema del conflicto ocupa una agenda significativa –por mínima que sea- dentro de algunos cursos de sus programas académicos. No obstante, en los colegios se hace poco énfasis en el conflicto armado, prestando más atención al Frente Nacional –se revisan sus causas y sus consecuencias dentro del periodo de 16 años, pero no su relación con el conflicto armado o el impacto que el Frente Nacional tuvo en la participación política en los años posteriores. Existe una diferencia marginal, ya señalada en cientos de ponencias y artículos, entre la educación superior y la básica. Pero cómo hacer memoria si ni siquiera se ha incentivado el acercamiento al proceso histórico del conflicto armado, y por el cual hacemos eco de la importancia de la memoria.
Paralelamente, quisiera cuestionar la actitud un poco apática de los colegas historiadores en torno a esta disyuntiva entre memoria y conflicto armado. No creo que sea necesario tomar una voz pública y activa, y decir que estamos a favor de la paz, pero ¿dónde están las múltiples discusiones que tenemos sobre la importancia del análisis riguroso de la historia cuando tomamos un café o almorzamos?. Si en algo nos formamos, es en el aprendizaje sobre la matización de los fenómenos sociales. Viendo un panorama, donde el discurso blanco-negro es el dominante: ¿en dónde estamos los historiadores para cuestionarnos dicha dicotomía? Y es que el ejercicio de memoria histórica que se nos presenta bajo esta coyuntura, sí que se necesita romper con esta idea maniquea de vieja data, y que insisto, va más allá de la firma entre Santos y Timochenko, y de un único conflicto. ¿Dónde quedan las disyuntivas y las memorias que se construyen sobre las tensiones por la tierra, por los recursos naturales, por el ambiente? Es hora de actuar y dejar nuestra memoria a la suerte de Clío.
Viendo un panorama, donde el discurso blanco-negro es el dominante: ¿en dónde estamos los historiadores para cuestionarnos dicha dicotomía?
Finalmente, hago un llamado a pensar en el papel que juega la narrativa en la construcción de memoria. Por un lado, una visión unidireccional desde el Estado en este proceso puede ser problemática. Más allá de la enorme contribución que el Centro Nacional de Memoria Histórica ha realizado para la comprensión del conflicto armado, y sus diversos matices, ¿hasta qué punto la construcción de memoria debe depender solamente de este organismo? Es fundamental que el Estado y sus instituciones no sean los únicos que producen las narrativas de memoria histórica de manera pública. Pues existe una tensión en torno a la idea de que solo haya una versión de las víctimas y victimarios en tercera voz, y que por lo tanto, se manipulen los testimonios y no se tenga un alcance preciso de los acontecimientos.
Por último, quisiera poner en tela de juicio el monopolio que historiadores y científicos sociales creemos tener de la construcción de memoria histórica. ¿Será que un artista visual, un diseñador o un carpintero –sin caer en prejuicios– no podrían construir memoria del conflicto, sin necesidad de ser “expertos”? Yo creo que sí. A mi parecer, una forma de enriquecer el espacio de la construcción de la memoria se relaciona con apostarle a otros lenguajes que no se queden en lo escrito; la multimedia y, las futuras aplicaciones virtuales también pueden ser atractivas y facilitar la creación de un vínculo entre la ciudadanía y el ejercicio de la construcción de memoria histórica. Esta tarea en el día de hoy debe generarnos más interrogantes que juicios a priori.
FECHA DE ACEPTACIÓN: 25 de Junio de 2016